La crisis exige reformas en profundidad –y no mero “maquillaje”- de la normas administrativas para implantar una nueva gobernanza pública que incorpore como paradigmas de la gestión la eficacia, eficiencia e integridad
Asistimos a un constante aluvión de noticias relativas a la corrupción en España que, al margen de la indignación ciudadana que se genera –muy legítima-, obliga a adoptar medidas rápidas y eficaces que permitan reconducir esta patología. Por su extensión y efectos, dichas prácticas corruptas están debilitando no solo el modelo democrático de nuestra sociedad sino también, por sus claras implicaciones económicas, la anhelada recuperación financiera y empresarial que en tiempos de crisis como los actuales son muchos más visibles. Por su dimensión cualitativa y cuantitativa, la corrupción es causa directa de muchos de los recortes en las prestaciones públicas, que resultarían innecesarios de haberse resuelto previamente (no en vano la estimación económica de su impacto sería varios puntos del PIB). Y ya no se puede esperar más. Debemos exigir a nuestros gobernantes y a toda la clase política que afronten con decisión esta grave enfermedad de nuestro sistema democrático, auténtica prioridad frente a otras políticas.
No es suficiente con declaraciones más o menos grandilocuentes de los dirigentes políticos en torno a la gravedad del problema y la necesidad de un “gran pacto” para denunciar este fenómeno. Y tampoco es admisible la justificación de que la corrupción sea algo inherente a la condición humana, afirmación, por lo demás, que supone un agravio frente a otras muchas personas y gestores que cumplen con la debida diligencia y profesionalidad. Aunque la corrupción es inherente a cualquier sistema jurídico y que no responde a ideologías, resulta evidente que los niveles de prácticas corruptas son mayores cuando existen debilidades jurídicas que permiten la fuga de los principios de igualdad de trato y de efectiva transparencia en las decisiones. Por ello hay que articular reformas legales que descansen en criterios funcionales y no formales, para que, detectado el problema, permitan no solo su necesario “castigo” sino, principalmente, que se eviten –o al menos se limiten al máximo- dichas prácticas.
Reformas legales –con un claro componente de regeneración ética en la gestión de los fondos públicos- que deben contribuir a reforzar la idea de integridad para prevenir supuestos de corrupción y/o clientelismo. Corrupción que no solo erosiona el principio de objetividad de las Administraciones públicas y que conlleva claras y evidentes ineficiencias de los fondos públicos, sino que cuestiona la propia legitimidad democrática de nuestro Estado en tanto se extiende la idea de que la justicia no es igual para todos.
No basta , aunque sea necesaria, la respuesta penal, por cuanto interesa más la función preventiva del derecho que la represiva por su incumplimiento. Hay que actuar sobre el origen de la corrupción y no solo sobre sus consecuencias. Y para ello debe reformarse un marco normativo de gestión de los fondos públicos claramente facilitador del clientelismo.
En primer lugar es necesario una Ley de Transparencia y de buen gobierno que ofrezca toda la información sobre las actuaciones públicas y que debe incluir a toda la organización administrativa al margen de su concreta personificación y, por supuesto, a partidos políticos y sindicatos en tanto entidades gestoras de dinero público con obligación, por su función, de ser ejemplo de una gestión integra, transparente y responsable.
En segundo lugar hay que reformar la legislación de contratación pública para garantizar la gestión eficiente de los recursos públicos –desde la lógica de un modelo social donde no debe primar solo lo económico – para lo que debe diseñarse un modelo de transparencia efectiva en toda licitación al margen se su importe que permita una efectiva concurrencia (no como el de ahora, con miles de perfiles de contratantes donde aparece fragmentada la información, de extensión de la práctica del contrato menor y de negociado sin publicidad como sistema de adjudicación directa, de modificaciones contractuales “a la carta”, etc. ). Evitar la “huida” de la aplicación de esta norma obliga a clarificar quienes están sometidos, incluyendo, por supuesto, a partidos políticos y sindicatos en el concepto de poder adjudicador (como contempla la nueva propuesta de Directiva comunitaria de contratación pública).
En tercer lugar, debe rediseñarse el mapa organizativo español, pues si bien la política de descentralización de competencias ha permitido la consolidación de ciertas políticas pública, no es menos cierto que la proliferación de entes diversos con finalidades “encubiertas” han erosionado la credibilidad de un modelo alejado de los principios inherentes a toda organización pública: mérito, capacidad, profesionalidad y objetividad.
En esta lógica hay que redefinir el modelo de empleo público apostando, esta vez si, por la profesionalización e independencia del funcionario, eliminado las practicas que han introducido la politización de la decisión administrativa, como sucede con el personal eventual o de confianza y la mala praxis en la utilización del sistema de libre designación.
Por último, es necesario regular mecanismos de control previo, incluso dentro de la propia organización administrativa, para que, con independencia, tengan la auctoritas de corregir ab initio los posibles casos de clientelismo o corrupción (como ejemplos, debidamente despolitizados, serían los órganos de control externos –tribunales de cuentas-, así como tribunales de contratación pública u órgano de control de transparencia y del buen gobierno).
Obviamente, es necesario crear un organismo se supervisión y control frente a la corrupción (como en los países desarrollados), en tanto cuente con medios y preparación suficiente, es un instrumento fundamental en el cambio de los paradigmas de la gestión de los contratos públicos en tanto sea capaz de proporcionar información real e inmediata sobre el funcionamiento de la política y los posibles defectos de la legislación y las prácticas nacionales, postulando con rapidez las soluciones más adecuadas.
Es tiempo de crisis económica e institucional que exige, desde el mayor consenso político, reformas en profundidad –y no mero “maquillaje”- de la normas administrativas para implantar una nueva gobernanza pública, que incorpore como paradigmas de la gestión la eficacia, eficiencia e integridad que permita impulsar un modelo armonizado y transparente de gestión de los fondos públicos, que ayude a consolidar las específicas políticas públicas inherentes a nuestro modelo social y económico, impulsar la reactivación económica y empresarial y, por supuesto, a legitimar democráticamente nuestro modelo político. Es, en definitiva, tiempo de la política con mayúsculas.