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ObCP - Opinión
Del trámite a la estrategia: Un recorrido por la evolución de la visión y misión del contrato público

A lo largo del tiempo, el contrato público ha cambiado de función y de sentido. Lo que comenzó siendo un trámite para garantizar legalidad y transparencia ha evolucionado hacia una herramienta de gestión, de apertura al mercado y de impulso de políticas públicas. Comprender este recorrido ayuda a ver la contratación pública como algo más que un procedimiento, permitiendo reconocer su valor como instrumento para responder a las necesidades sociales y mejorar la acción del Estado.

06/10/2025

1. Introducción. ¿Para qué sirve un contrato público?


La historia del contrato público no se reduce a un conjunto de reformas legales, sino que muestra cómo ha cambiado su papel en la acción del Estado a lo largo del tiempo. En cada etapa, el contrato ha encarnado una determinada forma de entender cómo debía actuar el Estado: como control frente a la corrupción, como técnica frente a la ineficiencia, como apertura frente al proteccionismo o como decisión transformadora frente a la simple gestión.


Este trabajo propone analizar el contrato público desde una perspectiva funcional, para comprender qué papel ha desempeñado en cada momento.


Desde esta perspectiva, no se describen etapas jurídicas cerradas, sino distintas formas de entender y aplicar el contrato público según el momento histórico. En cada una de ellas, el contrato cumple un papel diferente, ligado a las prioridades del Estado: controlar, gestionar, abrirse al mercado o impulsar cambios sociales. Estas formas pueden agruparse en cuatro grandes modelos:

 

  • El modelo formalista, propio del siglo XIX y buena parte del XX, donde el contrato se concibe como un acto jurídico reglado que garantiza la igualdad de trato y el respeto al procedimiento
  • El modelo tecnocrático, surgido con la sistematización de 1965, que presenta el contrato como herramienta de gestión eficaz en manos de una Administración profesionalizada.
  • El modelo competitivo, impulsado por la integración europea, que convierte al contrato en un mecanismo de apertura de mercados y promoción de la concurrencia.
  • Y el modelo estratégico, vigente en la actualidad, donde el contrato público se transforma en un instrumento de política pública orientado a objetivos sociales, medioambientales y de innovación.


Más que una evolución técnica, lo que aquí se plantea es una evolución en las ideas. Cambian las normas, pero sobre todo cambian las preguntas que el contrato intenta responder: cómo evitar el favoritismo? ¿cómo hacer más con menos? cómo abrirse al mercado? ¿cómo generar impacto? La respuesta que cada época ha dado a estas preguntas no ha sido uniforme, ni lineal, ni exenta de contradicciones. Pero todas ellas han dejado huella en lo que hoy llamamos contratación pública.


2. El contrato como forma: legalidad frente a corrupción


Durante el siglo XIX y buena parte del XX, la principal preocupación del legislador no era la eficiencia ni el impacto del contrato, sino evitar la arbitrariedad. En esa etapa, lo más importante era cumplir el procedimiento: si el contrato se tramitaba conforme a unas reglas fijas y objetivas, se consideraba válido y legítimo.


La forma no era solo una exigencia legal, sino la garantía fundamental de que la contratación era justa e imparcial. El foco estaba en proteger el procedimiento como escudo frente al clientelismo, la discrecionalidad y la corrupción.


Este modelo formalista se enmarca en el contexto más amplio de construcción del Estado liberal, que buscaba limitar el poder personal del funcionario y someter la acción administrativa a normas generales. La contratación pública se inserta en esa lógica: no se trataba tanto de intervenir eficazmente en la economía, como de demostrar que esa intervención se hacía bajo el imperio de la ley. El contrato público no era todavía una técnica de gestión; era, ante todo, una manifestación de sujeción al Derecho.


Las normas de 1845 y 1846 —el Real Decreto que aprueba la Instrucción de Obras Públicas y la Real Orden que introduce el primer pliego de condiciones generales— marcan el punto de arranque de esta concepción. En ellas se plasma una voluntad inequívoca de reducir el margen de actuación personal del decisor público: el contrato debía adjudicarse al postor que ofreciera el precio más bajo, mediante un procedimiento reglado y público. La subasta se convierte, así, en el procedimiento legitimador por excelencia, porque garantiza una adjudicación objetiva, automática y ajena a valoraciones discrecionales.


El Real Decreto de 27 de febrero de 1852 consolida este enfoque al imponer la subasta como procedimiento obligatorio y ordinario. Es aquí donde el contrato público se transforma en un acto reglado, cuya validez depende estrictamente del cumplimiento del procedimiento. La secuencia se formaliza: anuncio, presentación de proposiciones, apertura, adjudicación. Cada paso se convierte en una garantía institucional, y la infracción de cualquiera de ellos invalida el resultado.


Este impulso formalista respondió también a problemas concretos. El legislador trató de hacer frente, por ejemplo, a la figura de los primistas, contratistas que ganaban subastas sin intención de ejecutar la obra, con el único fin de revender su posición a un tercero. También comenzaron a identificarse maniobras administrativas para dividir artificialmente contratos —lo que hoy llamaríamos fraccionamiento— con el objetivo de eludir controles formales. La respuesta fue reforzar el procedimiento y aumentar las exigencias documentales como barrera disuasoria.


Sin embargo, este modelo tenía un límite estructural: sólo regulaba la adjudicación. La preparación del contrato, su ejecución o su extinción permanecían en gran medida regidas por principios del Derecho privado, sin una doctrina clara sobre el carácter público del vínculo. El contrato, como categoría jurídica autónoma, estaba aún en formación, y no existía una distinción nítida entre lo civil y lo administrativo. El resultado era un sistema que garantizaba la forma, pero no necesariamente el resultado.


La Ley de Administración y Contabilidad de 1911 y, posteriormente, la Ley de Contratos del Estado de 1965 reforzaron esta lógica formal, ampliando la regulación de los procedimientos y consolidando la estructura del expediente administrativo. Pero el centro de gravedad seguía siendo el mismo: cumplir las reglas, no optimizar el impacto del contrato.


Este primer modelo de contrato público —el contrato como forma— cumple una función institucional clara: permite al Estado intervenir sin ser acusado de arbitrariedad. Su legitimidad no reside en lo que consigue, sino en cómo lo hace. Y aunque ese modelo resulte hoy insuficiente para responder a los retos de la contratación estratégica, sigue siendo la base de toda licitación moderna: sin forma, no hay confianza.


3. El contrato como técnica de gestión.


Durante las décadas centrales del siglo XX, la contratación pública española comienza a transitar desde una lógica estrictamente formal hacia una lógica técnica y funcional. La preocupación ya no es solo cumplir con las formas, sino también organizar el gasto público de manera eficaz. El contrato empieza a entenderse como una herramienta práctica al servicio de la acción administrativa, en un contexto de crecimiento de las competencias y responsabilidades de las Administraciones públicas.


Este cambio de paradigma se consolida con la promulgación de la Ley de Contratos del Estado de 1965, que por primera vez ofrece una regulación completa del ciclo contractual: preparación, adjudicación, ejecución y extinción. Esta ley no solo sistematiza lo que hasta entonces era una regulación fragmentada, sino que introduce elementos técnicos que reflejan una visión más profesionalizada de la contratación.


En este nuevo modelo, el contrato público ya no es solo una expresión de legalidad: es una técnica de gestión administrativa. El legislador comienza a incorporar herramientas como los pliegos técnicos, los criterios de adjudicación no exclusivamente económicos, la valoración de ofertas en función de su calidad y la definición normativa del proyecto de obras. También se refuerza el papel de los órganos de control —secretarios, interventores, ingenieros— como asesores técnicos de la decisión pública.


Este giro responde a una necesidad institucional: el Estado asume un papel más activo en la planificación económica y en la provisión de servicios públicos, lo que exige una contratación más especializada y eficaz. El contrato se convierte en un instrumento clave para ejecutar inversiones, gestionar infraestructuras y desarrollar políticas públicas, especialmente en el ámbito local, donde muchas entidades deben afrontar nuevas competencias con estructuras administrativas limitadas.


Pero aunque el contrato gana en sofisticación técnica, no llega aún a tener un contenido estratégico. Su éxito se mide en términos de cumplimiento formal, ejecución en plazo y ajuste presupuestario. Los objetivos políticos o sociales siguen siendo secundarios. La eficiencia se entiende como gestión sin errores, más que como generación de valor público. Es un contrato profesional, pero aún no transformador.


Este enfoque centrado en la gestión técnica dejó una huella duradera. Aunque la normativa ha cambiado desde entonces, muchos elementos de este enfoque siguen presentes hoy: el expediente como garantía, la lógica de fiscalización previa, la estandarización de procedimientos y una resistencia a introducir mecanismos flexibles en los procedimientos. En parte, esto explica por qué la contratación pública en España todavía se percibe, en muchos ámbitos, más como una obligación formal que como una herramienta de política activa.


En definitiva, el contrato como técnica representa una etapa intermedia en la evolución del instrumento: va más allá de la legalidad formal, pero aún no alcanza la lógica del impacto. Su legitimidad proviene de la profesionalidad, la previsibilidad y la neutralidad de su aplicación. Y aunque sus límites son evidentes, este modelo permitió construir una arquitectura administrativa sólida sobre la que después se asentaría la contratación estratégica.


4. El contrato en clave de mercado.


La integración de España en la Comunidad Económica Europea supuso una profunda transformación del modelo de contratación pública. A partir de los años noventa, y especialmente tras la promulgación de la Ley 13/1995 de Contratos de las Administraciones Públicas, el contrato público deja de concebirse exclusivamente como un instrumento de gestión interna para pasar a ocupar un papel importante en la construcción del mercado único europeo.


Este nuevo modelo —el contrato como instrumento de apertura al mercado— se basa en una lógica de concurrencia y objetividad. 


La contratación pública se convierte en una herramienta de política económica, diseñada para garantizar la libre circulación de bienes, servicios y operadores dentro del espacio comunitario. Las Administraciones dejan de ser meros ejecutores de gasto y pasan a actuar como sujetos contractuales sometidos a los principios comunitarios de transparencia, igualdad de trato, no discriminación y proporcionalidad.


Las directivas europeas y su transposición al ordenamiento español introducen cambios estructurales: se regulan con detalle los procedimientos abiertos, restringidos y negociados; se impone la obligación de anunciar las licitaciones en el Diario Oficial de la Unión Europea; se refuerza la motivación de las adjudicaciones y se instauran medidas para combatir prácticas desleales como las bajas temerarias. También se promueve la estandarización de documentos y criterios, con el objetivo de facilitar el acceso de operadores de distintos Estados miembros.


Este modelo aporta una legitimidad distinta: ya no se trata solo de adjudicar conforme a la ley o de ejecutar con eficacia, sino de hacerlo en condiciones de competencia leal. La contratación pública deja de estar centrada en la organización interna del Estado y pasa a formar parte de la arquitectura económica de la Unión Europea. Desde esta óptica, cada contrato es también una oportunidad para fomentar la innovación, reducir costes y abrir mercados.
Pero esta apertura también genera tensiones. La aplicación uniforme de reglas pensadas para grandes contratos europeos genera dificultades prácticas en las administraciones locales y en los contratos de menor cuantía. La homogeneización procedimental y documental puede chocar con la diversidad administrativa.


Aun así, el impacto cultural de este modelo es innegable. El lenguaje de la contratación se transforma: se habla de “licitadores”, “oferta económicamente más ventajosa”, “publicidad activa” y “confianza legítima”. El gestor público ya no es solo un técnico o un jurista: debe adoptar decisiones informadas, justificarlas con criterios de oportunidad y legalidad, y actuar en un entorno crecientemente competitivo y judicializado.


En definitiva, el contrato como mercado representa una fase de apertura institucional, en la que la transparencia y la competencia se convierten en valores legitimadores por sí mismos. Su lógica persiste hoy en muchos aspectos de la normativa vigente, y constituye el puente necesario hacia el actual modelo estratégico, que busca combinar apertura con impacto.


5. El contrato como instrumento de política pública.


En la última década, el contrato público ha experimentado una nueva transformación. Ha pasado a ser, cada vez con más fuerza, un instrumento de política pública. En este modelo, la legitimidad del contrato no reside tanto en su corrección jurídica o en su eficiencia técnica, sino en su capacidad para generar un impacto positivo en la sociedad.


Este giro estratégico ha venido impulsado desde dos frentes. Por un lado, la Unión Europea, a través de las Directivas 2014/23/UE, 2014/24/UE y 2014/25/UE, que instan a utilizar la contratación como palanca para fomentar la innovación, proteger el medio ambiente, promover condiciones laborales dignas y facilitar el acceso de las pequeñas y medianas empresas a los contratos públicos. 


En este nuevo enfoque, el contrato deja de ser neutral. Se espera que persiga fines sociales, ambientales y de innovación. Se incorporan cláusulas éticas, sociales o medioambientales; se valoran propuestas con impacto; se introducen procedimientos como el diálogo competitivo o la asociación para la innovación; y se refuerzan los mecanismos de integridad institucional. El contrato público deja de ser solo un trámite administrativo para convertirse en un instrumento que permite a las Administraciones impulsar objetivos sociales, ambientales o de innovación.


Este modelo plantea un cambio profundo en la cultura administrativa. Al gestor público ya no se le pide solo que cumpla la ley o que gaste bien, sino que demuestre cómo el contrato tiene un impacto efectivo y positivo en el interés público. En definitiva, el gestor contractual ya no es solo un jurista o un tramitador: es un profesional que debe tomar decisiones informadas en un contexto normativo exigente y orientado a resultados.


Sin embargo, esta ambición no está exenta de riesgos. La pluralidad de objetivos estratégicos —sostenibilidad, igualdad, innovación, inclusión, digitalización— puede generar una sobrecarga normativa y procedimental que paralice en lugar de movilizar. El peligro es que el contrato estratégico se convierta en un nuevo formalismo: complejo, rígido y simbólico. Un contrato con cláusulas “verdes” o “sociales” sin seguimiento ni efecto real.


Tampoco todas las administraciones parten del mismo punto. Mientras algunos organismos cuentan con unidades especializadas y recursos suficientes, muchas entidades locales carecen de medios técnicos y jurídicos para aplicar este modelo con rigor y flexibilidad. El resultado puede ser una contratación dual: innovadora y transformadora en algunos ámbitos, rutinaria y formal en otros.


Pese a estas tensiones, el modelo estratégico representa una oportunidad para redefinir la contratación pública como política de Estado. Si logra consolidarse con estructuras de apoyo, indicadores de resultado y una gobernanza inteligente, puede devolver al contrato público su centralidad institucional. No como trámite, ni como acto de gasto, sino como decisión política dotada de fuerza jurídica y capacidad transformadora.


6. Conclusión. Del expediente a la estrategia.


La evolución del contrato público en España muestra cómo ha ido cambiando la manera en que el Estado actúa en la sociedad. Cada modelo —el contrato como forma, como técnica, como instrumento de apertura al mercado y como política— refleja una forma distinta de entender lo público y de organizar la relación entre normas, poder y ciudadanía.


En su origen, el contrato público sirvió para demostrar que la Administración actuaba conforme a la ley, con reglas impersonales y garantías frente a la corrupción. Más tarde, se convirtió en una herramienta técnica al servicio de una gestión eficiente. Después, adoptó el lenguaje de la competencia y la transparencia como vehículo de integración en el mercado interior europeo. Y hoy, aspira a ser una palanca de transformación económica, social y ambiental.


Pero esta progresión no es lineal ni definitiva. Los cuatro modelos conviven —a veces en tensión— dentro del sistema actual. La forma sigue siendo indispensable; la técnica, ineludible; el mercado, inevitable; y la estrategia, aún en construcción. El verdadero desafío de nuestro tiempo consiste en integrar estas dimensiones sin que unas anulen a las otras, y en evitar que el contrato público se convierta en un instrumento simbólico sin eficacia real.


En el fondo, la contratación pública no es solo un trámite administrativo: es una forma de gestionar recursos, establecer prioridades y dar respuesta a las necesidades de la sociedad.


Comprender su evolución desde esta clave no solo enriquece su estudio jurídico, sino que también permite revalorizar su potencial como herramienta de buena administración y de acción pública con sentido.

Colaborador

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Responsable del servicio de contratación pública de la Agencia Vasca del Agua (Departamento de Industria, Transición Energética y Sostenibilidad. Gobierno Vasco)